SEMILLERO DE INVESTIGACIÓN 

Si hoy nos preguntamos cuáles son los sonidos de la cuarentena  a los que nos estamos acostumbrando sería muy largo el listado.

​

A través de la ventana nos hemos dado cuenta  que el mundo allá afuera  suena de diferentes maneras, que  pasamos de las cacerolas a los aplausos, de los  pitos de los autos y camiones,  al cantar de las aves, del ruido de las grandes ciudades y avenidas, en la mañana, la  tarde y  la noche,  a una relativa calma .

 

La misma que en un principio nos asustó y  luego nos  gusto, pero que  ahora hace  parte de una rutina que muta, a medida que los días se hacen más largos, las semanas más inciertas y los meses interminables.

​

Ya estamos cansados de los sonidos repetitivos, del perro  que no para de ladrar cuando llega el vendedor de la mazamorra y champús, de la cuerda que golpea insistentemente el suelo  encima de donde duermes a las 11 de la noche, durante una rutina de ejercicio del vecino, del hombre  que regaña a su perro  y lo maltrata verbalmente  sin que el pobre pueda quejarse, de los mercados ambulantes de verduras, carnes, frutas y hasta licores y gaseosas. De los nuevos vecinos que  hablan  para todo el barrio, de los que piden, de los que  lloran, de los que ríen,  de los  que gritan, de la licuadora, la lavadora, el cuchillo que golpea la tabla. El sonido se está transformando en ruido, un ruido que molesta y agobia.

​